Tolima en el Paraíso

Veleidoso destino, veleidosa suerte..., cantinela que se repite en la mente de Fredo desde que ha visto tras los ventanales el avión que lo regresará a Colombia. La última vez que vio un avión tan de cerca fue hace... ¿cuántos años?, ¿tres?, ¿cuatro?... ¡Qué curioso! Le cuesta recordarlo y, sin embargo, aún se le dibuja con nitidez la estampa de los cuatro ascendiendo por la escalera mecánica en dirección hacia el puesto de Aduana. Porque en aquella ocasión eran cuatro. Y ahora sólo queda él, el menos indicado para haber sobrevivido, el que menos motivos tenía para hacerlo. Bueno, tal vez Edgar todavía viva, ¡quién sabe!; a veces los rumores se crían solos, como las pelusas, y confunden nombres.
A Eliana era a la única que conocía, a Argenes y a Edgar los conoció en el avión. Le sonaban sus caras, vagamente, mas bastó un saludo para reconocer el acento: tolimeño puro, de Mariquita para más señas. Y nadie tuvo que explicar la coincidencia de que cuatro colombianos de la misma región volasen rumbo a Madrid en el mismo avión. El que más preocupado se mostraba era Edgar, ¡actor de tipo! Fredo pensó que Edgar caería y no pudo evitar sentir alivio y, al mismo tiempo, una punzada recriminatoria. Si se fijaban en Edgar el resto levantaría menos sospechas, pero no estaba bien alegrarse de la futura desgracia de un paisano. Luego, cuando el tiempo le dio la razón, el remordimiento le impidió conciliar el sueño durante semanas. La Guardia Civil detuvo a Edgar y a Argenes; Eliana y él pasaron el control. Lo de Edgar estaba cantado, sudaba copiosamente, le temblaban las manos, llevaba el susto pregonado en los ojos; lo de Argenes fue mala suerte, la veleidosa suerte. Él llevaba doce bolas de coca en el estómago, el que menos había podido tragar; precisamente el que más necesitaba la plata fue el que menos aptitud demostró para ganarla. Eliana pudo con veintidós y Fredo se atrevió con treinta. ¡Treinta preservativos chicos rellenos de pasta de coca y untado con aceite! Cualquier atrevimiento con tal de impresionar a Eliana. Nada de movimientos bruscos, les advirtieron, nada de ir al excusado. Resultó más difícil tragarlos sin ceder a la tentación liberadora de la náusea que transportarlos en sus estómagos. Eran mulas del modesto cártel de Tolima; en realidad eran tres mulas y un hueco; pero eso lo sabrían mucho más tarde. Edgar era el hueco, el que no llevaba nada y hacía las veces de gancho para la Guardia Civil, el que se mostraba nervioso para llamar la atención. Y de las tres mulas Argenes fue el sacrificado. Les dijeron que si reventaba una sola de las bolas durante el viaje no habría salvación posible, morirían antes de aterrizar, pero no les confiaron que de los tres sacrificarían a uno, al que menos mercancía llevaba, para proteger al resto.
A Edgar se le dejó libre y al poco tiempo regresó a Colombia para seguir trabajando de hueco en otros aeropuertos. Alguien dijo que los familiares de alguna mula le dieron matarile por el chivatazo. A Argenes le cayeron cinco años, tres meses y un día de condena por un delito contra la salud pública. Eliana y Fredo entregaron la coca en el hotel convenido y recibieron, por los servicios prestados, cuatro mil quinientos dólares por cabeza. De común acuerdo decidieron enviar dos mil dólares a la familia de Argenes y estimaron prudente no visitarlo en la cárcel para que las autoridades no los relacionaran. Argenes había aceptado el trabajo de mula porque necesitaba el dinero para pagar la operación de su hijo, la intervención milagrosa que le permitiría dejar de cojear; Eliana sólo aspiraba a una vida mejor, quería escapar de la vida miserable, de las jornadas de diez horas diarias en el Mercado de Abastos de Mariquita a cambio de un sueldo que apenas le permitía sobrevivir; y a Fredo lo guió el amor, transportaría droga, pactaría con el diablo, lo que fuese para conseguir llamar la atención de Eliana. Ninguno encontró el paraíso prometido en España: Argenes porque acabó entre rejas, Fredo porque pronto se convenció de que Eliana jamás se fijaría en él hiciera lo que hiciera, ella porque descubrió que en los sueños los proyectos se cumplen con más facilidad que en la realidad. Eliana envió a su novio parte del dinero conseguido para que comprase un pasaje y se reuniese con ella, mientras tanto se acomodaría en Madrid. Fredo intentó alojarse cerca de la muchacha, perdida la esperanza, pero incapaz de abandonar. Su objetivo era sobrevivir, vegetar a su sombra ejerciendo de hermano mayor, de amigo, de paño de lágrimas.
Decididamente el paraíso no estaba en Madrid; la suma fabulosa que se les había antojado el pago de sus servicios por lo que en España se conocía por camellos no era tal. Allá en Tolima, con esa cantidad, podían haber vivido cómodamente durante mucho tiempo y aún haber comenzado un negocio, pero en Madrid se esfumó como por arte de ensalmo. La vida estaba disparatada, una pieza de pan costaba lo que un menú en Tolima; el alquiler de un departamento de cuarenta metros cuadrados se les llevaba en un mes lo que en Colombia les habría durado año y medio. Los sueldos eran muchísimo más altos, pero los gastos también. Y ellos tenían el problema de no poder acceder a trabajos decentemente pagados porque habían expirado los tres meses de visado, y tramitar el permiso de residencia era ponerse a la cola de las quimeras. Por eso se vieron abocados a buscar residencia en una zona más económica y a compartir el apartamento; Fredo dio gracias al cielo por esa oportunidad de estar todavía más cerca de Eliana; y ella se las dio igualmente por tener a alguien a su lado en quien poder apoyarse durante la espera de su novio, que seguía sin dar señales de vida.
Argenes también tuvo mucho que agradecer, y suponía que a sus compañeros de vuelo, pues sólo ellos habían podido ser quienes enviaran el dinero a su familia. Por carta supo que el niño había salido bien de la operación. La noticia fue suficiente para que considerara que los años privados de libertad estaban bien empleados; en la cárcel demostró habilidad con la madera y fue seleccionado para trabajar en talleres. La fortuna, la suerte veleidosa, quería seguir sonriéndole. Trabajaba siete horas al día fabricando cajas de puros, ataúdes y costureros, con lo cual el tiempo pasaba más deprisa; si había suficiente tarea podía llegar a ganar al mes trescientos veinte euros, que enviaba a su familia, excepto diez que se quedaba para sus pequeñas compras en el economato de la prisión: alguna manzanilla, sellos, sobres, colonia... Tenía cubiertas sus necesidades básicas, comía de caliente tres veces al día (y mucho mejor que en Tolima), asistencia médica gratuita, instalaciones deportivas, biblioteca... “¿Cómo le parece, pues, que tenemos hasta piscina con agua transparente?”, le escribía a su mujer. También le contaba por carta que había empezado a estudiar y que pronto se examinaría para obtener el título de Bachillerato. Su familia, al otro lado del océano, pensaba que mentía para hacerles menos penosa la separación. Argenes, a su manera, se sentía feliz, feliz por poder mantener a su familia desde la distancia y darles lo que en su país no había sido capaz de conseguir, y feliz porque, por su buen comportamiento pronto podría salir de permiso. El educador le había tramitado los papeles para la expulsión: él aceptaba regresar a su país a cambio de dar por cumplida el resto de su condena, tres años aproximadamente. En su primer permiso iría a un locutorio, ya lo tenía todo hablado con su mujer. Decían que había ordenadores desde los que podías hablar y ver a tu familia, y él se moría por ver a su Clara y a su Javier.
Fredo había ido a visitarlo en una ocasión; tres años eran tiempo prudencial más que suficiente. Se sorprendió de verlo tan animado, le envidió su vitalidad y, sobre todo, que tuviese algo por lo que luchar. Cuando saliese de permiso se iría a su apartamento, faltaría más. La ilusión de Argenes contrastaba con su desánimo y el de Eliana. Habían ido transcurriendo los meses y, sin darse cuenta, se habían acostumbrado a vegetar. Eliana dejó de enviar dinero a su novio, cansada de que éste siempre postergase su vuelo a Madrid. Continuaban carteándose, y él no descartaba reunirse con ella, no obstante, le pedía tiempo, más tiempo. Eliana se lo concedía, ¿qué otra cosa podía hacer?, y Fredo se consumía viéndola languidecer. Ella había trabajado haciendo casi de todo, es decir, de todo para lo que no le pidieran los dichosos papeles. Intentó legalizar su situación, sin embargo, dio con un gestor que la engañó –a ella y a decenas de inmigrantes-, entregándoles papeles sin validez a cambio de una pequeña fortuna. Se empleó en una tienda de Todo a cien, como limpiadora en un locutorio de paquistaníes en Lavapiés, como cocinera en un Donner Kebup, hasta acabar como acompañante de un anciano. Era el mejor trabajo que había tenido hasta el momento: la paga era decente y su trabajo se limitaba a velar el sueño de un señor con demencia senil, servirle el desayuno y ayudarle a vestirse.
Fredo, que no tenía cargas familiares ni de ningún otro tipo, había trabajado durante estos años a salto de mata. Casi siempre en lo mismo, pero a días, haciendo suplencias en fin de semana, en turnos de noche, lo llamaban para una jornada y se olvidaban de él durante una quincena. Primero estuvo limpiando las salas de autopsias del Instituto Anatómico Forense, y de ahí pasó a Servicios Funerarios La Dolorosa. Hacía de chico para todo: preparaba coronas de flores, maquillaba cadáveres, recomponía ataúdes, ayudaba a trasladar el féretro, de conserje de noche... Le pagaban poco, pero el trabajo era llevadero y lo trataban bien.
Esa noche el jefe le dijo que le iba a dar una buena noticia. Y lo fue, aunque no demostró tanta alegría como el dueño de la funeraria habría supuesto. Dado que llevaba tres años trabajando con ellos de forma eficiente y sin haberse quejado ni una sola vez, pese a que las condiciones no habían sido las más favorables, había decidido ofrecerle un contrato de trabajo y encargarse de arreglarle los papeles para regularizar su situación. En compensación tendría que hacer varios turnos seguidos. No le importó. Argenes salía de permiso, pero tenía la dirección del apartamento y había dejado dicho a su casera que le permitiese entrar por si Eliana se retrasaba.
Argenes no encontró a nadie en el apartamento. Estaba como en una nube, acababa de hablar y de ver por videoconferencia a su familia, los encontró radiantes. A Eliana la habían despedido la noche anterior, el anciano no estaba tan senil como parecía y, tras coger confianza, había intentado sobrepasarse. Como ella no se lo permitió, el hombre les mintió a sus hijos que lo trataba mal y que había intentado robarle. Despido y amenaza de denuncia en comisaría. Para rematar el día al llegar a casa encontró una carta demoledora de su novio. Definitivamente no viajaría a España, él era feliz en Tolima, tenía cuanto deseaba, a su gente, un trabajo humilde pero honesto y..., a una chica. Tenía que comprenderlo, tanto tiempo separados, él era joven..., en fin, se había vuelto a enamorar. Agradecía todo lo que había hecho por él, le devolvería el dinero tan pronto pudiera y le rogaba que no le guardara rencor. A Eliana se le vino el mundo encima. ¡Qué tonta había sido! Marchó de su país buscando lo que tenía en él; ¿para qué quería más dinero si lo que perseguía era la felicidad? Tanto trabajar en Madrid con el fin de lograr lo que tenía en Tolima..., ¡qué veleidosa la suerte!
Fredo no supo hasta días después que uno de las chicas de cuyos servicios fúnebres se encargó su empresa era Eliana. Ésta, después de leer la carta, se había ido al Puente de Vallecas para precipitarse sobre la M-40. Por macabro azar el ataúd empleado era de los que hacían en los talleres de la cárcel de Argenes.
Argenes no llegó enterarse de la muerte de Eliana. Apenas vio a Fredo, cuando él tenía que regresar a la prisión acabó Fredo su turno. No tuvieron más tiempo que el justo para desayunar unas arepas, ponerse al día rápidamente de sus últimos avatares y emplazarse para el siguiente permiso. Amanecía el 11 de marzo de 2004 y Argenes marchó a la estación de Atocha.
Veleidoso destino, veleidosa suerte..., cantinela que se repite en la mente de Fredo desde que ha visto tras los ventanales el avión que lo regresará a Colombia. Ahora tiene algo por lo que vivir. Todavía conserva la propuesta de contrato de trabajo. En la sala de embarque, con parsimonia, lo desdobla, lo relee y lo rompe. En Tolima hay una viuda y un huérfano a los que se ha prometido ayudar. Es lo menos que puede hacer en memoria de Argenes.


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