Me nacieron en febrero de 1968 en Villalgordo del Júcar, un pueblecito de Albacete lindando con la provincia de Cuenca. Eran las tres de la madrugada y nevaba. Allí pasé los primeros años de mi infancia, que no fueron suficientes para llegar a descubrir toda la belleza del lugar. De Villalgordo recuerdo la placeta sombreada por el árbol que plantaron cuando nació mi hermana Marisa, el paraje de Regates, lo que oía contar sobre el Palacio de los Gosálvez -hoy en ruinas- y a mi abuelo Eustaquio en los jardines de las casas de las escuelas, con traje de luto riguroso en plena canícula, cantando Una tarde fresquita de mayo. De ahí nos trasladamos a Tarazona de la Mancha, pueblo del que recuerdo muchísimos más detalles. Yo era el penúltimo de siete hermanos, y parece ser que el más trasto. Cuando murió mi padre nos fuimos a vivir a la capital y entonces senté la cabeza. Rondaba los once años e interioricé para siempre la soportable insustancialidad del ser. En Tarazona había devorado gracias al milagro del biblioblús toda la colección de Carmen Kurtz sobre Óscar, amén de cuantos libros cayeron en mis manos –recuerdo especialmente los títulos de Selecciones del Readers Digest-, alternando lecturas que no se correspondían con mi edad con la de tebeos que acompañaban los sesteos veraniegos en el pueblo de mi madre, Navas de Jorquera. En Albacete me hicieron socio de la Biblioteca Pública, tan dotada de títulos atractivos para un mocoso como falta de personal con un mínimo de gentileza. Los estudios me fueron siempre bien, y si me decanté por la rama de ciencias puras en el bachillerato fue porque los profesores relacionados con las letras que hasta la fecha había tenido intentaron con mucho oficio hacérmela indeseable. Si continuaba leyendo y solazándome con la literatura era gracias a que en mi casa siempre hubo muchos libros, muchísimos, y a pesar del bibliotecario de Albacete y de mis profesores. No sé cuándo comencé a escribir; sólo recuerdo haber presentado unos poemas a un concurso organizado en el Instituto Bachiller Sabuco obteniendo un premio que me descubrió un horizonte inmenso. Antes de esa edad, los catorce años, había emborronado muchos papeles con relatos de todo tipo. El primer premio importante que gané fue el de Barcarola, un accésit que me entregó Francisco Umbral. El presidente del jurado me confió que de haber presentado el relato, “La llegada del cierzo”, bajo seudónimo habría obtenido el primer premio, pero como mi nombre no era conocido prefirieron dárselo al otro cuento finalista, que al haber hecho uso del sistema de plica podría resultar alguien más conocido que yo y más bragado en lides concursantes, lo que así fue. La ganadora fue Rosa Pereda. Aquello ya me dio idea de que en el mundo de los certámenes la transparencia y honestidad no eran moneda de uso obligado. Terminé unos estudios en Valencia para ampliarlos con la licenciatura en la Universidad Pontificia de Salamanca, siete años que a día de hoy no me han hecho más inteligente ni más culto, sí más desconfiado. De aquella etapa lo que más me sirvió fueron los viajes al extranjero en períodos vacacionales. Viví y trabajé en Ottmaring, de la alemana Friburgo, en una lavandería industrial compartiendo fábrica con yugoslavos y turcos; trabajé y viví en Fridaybridge, cerca de Cambrigde, recogiendo apio y fresa, y más tarde en Londres, repartiendo publicidad en las bocas de los metros. 
Después de varios vaivenes laborales que me llevaron desde residir en pueblecicos de la serranía de Alcaraz hasta en la inquietante Ibiza recalé en Toledo, donde he aposentado mis reales. He hecho de casi todo, construir juguetes con rollos de papel higiénico, trabajar como recepcionista de noche en una pensión, oficiar misas en mitad de la nada, adelgazar veintidós kilos en dos semanas por culpa de una infección estomacal pillada en Santo Domingo, dormir bajo el cielo de Marruecos más perdido que una grulla en un retrete, desengañarme de muchas ONGs y esperanzarme con mucha gente sin siglas que lucha por los más desfavorecidos,  escuchar el guaraní de los indígenas de Caaguazú hablando del kurupí y del yasi-yateré, formar parte de un equipo de ajedrez que compitió en dos campeonatos universitarios, disfrazarme de payaso en cuentacuentos de educación en valores, organizar tómbolas en beneficio de proyectos solidarios, adoptar a Ailene -una chinita más salada que las anchoas-, y a Adriana, la Ebolita -una rubia cariñosa y agotadora-, escribir varios libros, casarme con Pilar –una mujer maravillosa y prudente-, ganar muchos premios literarios (con inmodestia), fundar Publicaciones Acumán, editorial solidaria con singular andadura, aprobar un par de oposiciones, una de las cuales me da hoy de comer, conocer a gente extraordinaria y a ruines con vocación (los menos, por fortuna), ver morir a un recién nacido por una simple diarrea, pasar por quirófano, colaborar en prensa, ganarme la vida como mecanógrafo a jornal y –mucho peor- como traductor de inglés, plantar varios árboles, desengañarme de la revolución castrista en los arrabales de Santiago de Cuba, denunciar injusticias que no han logrado nada, salvo permitirme dormir con la conciencia tranquila y unas cuantas muestras de apoyo que valen mucho más que trece años viviendo en la inopia... 
Hubo un momento en mi vida en que escribí para ganar dinero, para financiar proyectos de ayuda al desarrollo en países empobrecidos, por eso me volví concursante compulsivo. Dono todos los premios literarios, todos mis derechos de autor, todos los beneficios que me reporta la literatura –que tampoco son millones-, porque creo que estoy obligado a contribuir a erradicar las injusticias del planeta. Lo que he recibido gratis –nadie me dio clases de cómo escribir, no asistí a taller literario alguno, no estudié Filología...,- no puedo por menos que darlo gratis. Si apetezco un capricho, ahorro del sueldo. Hoy sigo en mis trece, pero confieso que si desapareciera el hambre en el mundo, yo no podría dejar de escribir. Escribo porque me gusta y porque no conozco mejor forma de reconciliarme con el mundo.


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