NUEVAS FIGURAS DE LA PASIÓN

Dijo el teólogo alemán Eberhart Jüngel que no hay conocimiento verdadero sin dolor y sin amor, y estoy pensando que quizá por eso los mayores sabios de nuestro mundo no han sido necesariamente los que más estudios han acumulado a lo largo de sus vidas, ni los que más meritorios trabajos de investigación han desarrollado durante su existencia, sino los que más retazos de corazón se han ido dejando en el caminar diario, los que más lágrimas han derramado y más ternura han derrochado para suturar desgarrones en el alma, en el alma propia o en la de los demás. Digo esto porque Jesucristo, quien sin duda amó y sufrió como nadie, merece el calificativo de sabio; y digo esto porque, a ejemplo de Él, nuestro entorno está plagado de aprendices de sabios, de potenciales eruditos, de futuros licenciados cum laude en emociones e ilusiones. Pero no los vemos. Y lo más triste es que se enfrentan al espejo y no se reconocen como tales. Tal vez por eso –entre otros muchos motivos- no es ocioso el memorial de la Pasión. Necesitamos que, año tras año, nos recuerden que tiene sentido amar y sufrir, que alguien vuelva a enarbolar la figura, el mensaje y la obra de Jesús para que ondeen descaradamente en las esquinas de nuestras calles y en los recovecos de nuestros corazones. La Pasión es tiempo de amar y de sufrir, de sufrir y de amar, huyendo de la lágrima y del golpe de pecho gratuito así como del beso mercenario cuando no hipócrita. La Semana Santa es tiempo de regar con lágrimas las rosas, para sentir el dolor de sus espinas y el encamado beso de sus pétalos, y espero que no se enfade García Márquez por el préstamo que le tomo. La Semana Santa es humillarse ante Dios y ante el misterio para poder valorar lo que sí entendemos, de igual forma que no acertaríamos a comprender las caricias de la felicidad si antes no nos hubiesen raspado los arañazos de la tristeza.
Me he hartado de escuchar expresiones del tipo: “Para hablar de la Semana Santa es preciso haberla vivido antes”; tengo un amigo, sevillano él, semanasantero de pro, como os gusta decir en Tobarra, que me ha llamado la atención en varias ocasiones porque para hablar de la Semana Santa –defiende- es necesario conocer la idiosincrasia del lugar. Yo he escrito mucho sobre el folklore que acompaña a la Semana Santa, tanto la de nuestras latitudes manchegas como la de las andaluzas, y me he atrevido también con las que se dan en las siempre sobrias, aunque con matices, castellanas. No es ningún secreto, y los que tenéis la paciencia de leerme así lo sabéis, que he escrito mucho sobre ello y, tal vez, con demasiada crítica. Especialmente de Tobarra porque aquí me estrené como sacerdote y aquí viví situaciones y experiencias que me marcaron mucho, para bien y para mal. Pero ello no quiere decir que la Semana Santa de Tobarra sea más criticable que la de Jerez de la Frontera ni que merezca mejores elogios que la de Salamanca. De principio utilizar semejantes frases me parece un desacierto. En rigor de términos sobre la Semana Santa apenas he dicho nunca nada, y ése ha sido mi gran fallo. He sostenido contra viento y marea que es una vergüenza que nos gastemos millones de pesetas en ornatos florales para nuestras imágenes, en tronos historiados (igual me daría que fueran dominaciones, principados o potestades), en túnicas inconsútiles de raso y terciopelo suavísimo, en nuevas tallas de afamados artistas..., ¿para qué voy a seguir?; he criticado que un hecho religioso se deje enturbiar, si no suplir, por pura antropología lúdica (que, debéis concederme, es una forma elegante de sustituir expresiones como desfile social, juerga costumbrista, tradición popular)... Para denunciar lo evidente no es de todo punto necesario haber nacido en Sevilla ni haber sido costalero de la Macarena durante treinta años. Otrosí de idéntica hechura reza para el caso de haber nacido en Tobarra y exhibir como tesoro inmarcesible la pertenencia antigua al Paso Gordo, pongo por caso. Yo no me atrevería a hablar de los sentimientos que de ahí se derivan, que, por más que me pueda extrañar, que me extraña enormemente, son rayanos al éxtasis espiritual en muchos casos; y no me atrevería porque para hablar de eso sí que se exige conocer una determinada cultura, una tierra, una historia... Del folklore de la Semana Santa de Córdoba sólo pueden hablar con propiedad los cordobeses o quienes hayan invertido muchos años de estudio en el particular. Del folklore de la Semana Santa de Tobarra sólo pueden hablar con pleno derecho los semanasanteros tobarreños, y pobre de mí si intentara poner una pica en una Flandes en la que sólo los muchos años y el mucho acercamiento conceden carta de ciudadanía. El folklore ha de corresponder a quienes lo mantienen vivo y a los antropólogos que lo estudian. Los antropólogos me dirán algún día por qué no entendí que muchas manolas se paseasen alegremente detrás del Crucificado más preocupadas de lucir sus luctuosos trajes que de centrarse en lo que estaban conmemorando; ellos me explicarán por qué no acerté jamás a comprender que se viese como normal que los costaleros de una u otra Hermandad usasen gafas de sol para disimular las ojeras producidas por los excesos cometidos durante la noche anterior, y no hablo precisamente de sus muchas horas delante del Sagrario llorando lagrimones por los infinitos pecados de los pérfidos judíos; no entendí, ni entiendo ni nadie me hará entender las saetas pagadas, los enfrentamientos entre cofradías, las rencillas suscitadas por determinados aspectos de la Semana Santa, los templos vacíos durante la celebración de la Pasión..., pero ya digo, todo eso es folklore. Y yo quería escribir sobre la Semana Santa, que es una, al igual que su protagonista. Y para hablar de ella es indiferente hacerlo sobre la de Andalucía o sobre la del Masegoso, porque ambas son iguales, igual de tremendas e igual de impactantes.
Sé que no es políticamente correcto escribir estas cosas en una revista de Semana Santa, que no estoy opositando a la máxima popularidad al huir de los trillados caminos de la adulación –bien sincera, bien forzada- y adentrarme en los vidriosos vericuetos que me suele marcar el corazón. Donde dice “la Semana Santa es impactante”, léase “la Semana Santa de Tobarra es impactante”, diría un corrector de estilo; donde pone “Dios está resucitando en nuestras casas”, pronúnciese “Dios está resucitando en nuestras casas tobarreñas”. Pero es que el corazón me dicta la primera frase y me hace aborrecer la segunda, del mismo modo que me hace huir de preguntas tan odiosas como “¿a quién quieres más, a tu padre o a tu madre?”. ¿A que te ha impresionado nuestra Semana Santa?, recuerdo que me preguntaron, con ésta o parecidas formulaciones, refiriéndose a la vivida en Tobarra (no faltaron, evidentemente, las comparaciones con la Semana Santa de Hellín) La Semana Santa siempre impresiona, en cualquier lugar, y a quien le impresiona la Semana Santa de Chinchilla y, sin embargo, la de Toledo no le dice nada, es que en su vida ha sabido cuál es la esencia de la Semana Santa. Amor y sufrimiento, lo dije al principio para curarme en salud. La Semana Santa es una novela con infinitas variaciones sobre el mismo tema: amor y sufrimiento, el Cristo del madero, el que anduvo en la mar, el que sudó sangre, el que vaticinó las negaciones de Pedro, el que se reflejó en el agua con la que Pilatos se lavó las manos. La Semana Santa acaece cuando el amor y el sufrimiento se hermanan de tal forma que es imposible diferenciarlos, sucede en el justo momento en el que ya de nada sirve rezar, que cantó Serrat. “Hoy el amor es muerte”, sentenció Miguel Hernández, y es una forma poética de intentar atrapar el sentido de la Pasión. Eso es. Sólo eso. Siempre igual y siempre diferente. Hoy no veremos a San Pedro iracundo blandiendo la espada contra la oreja de un pobre criado, ni a Dimas ni Gestas escoltando y acompañando a Jesucristo en su agonía, ni a Longinos atravesando por enésima vez el costado de Cristo con su lanza. Los veremos en imágenes, sin embargo, si esas tallas no nos ayudan a ir más allá, mal han desempeñado su función. Hoy nos encontraremos con el mismo misterio de la Pasión, no obstante ser distintos los personajes.
Este año por las calles de Tobarra desfilarán crucificados, resucitados, figurantes, algún que otro borracho, penitentes que se arrancarían el alma con tal de que la imagen a la que veneran les concediese el milagro de sanar las dolencias de sus familiares, desfilarán Verónicas, el Paso Gordo bajará hasta el templo de la Plaza, las ramas de un nuevo olivo adornarán el Prendimiento, el Calvario se plagará de espectadores (quiera Dios que, amén de espectadores, haya también muchos creyentes) ansiosos de bendición, hasta el cementerio llegarán las notas del Mektub, el sudario de la cruz de “la toalla” enjugará muchas lágrimas sinceras y muchos sudores supersticiosos, los metales de “los socios” refulgirán enfrentados a los colores de la incipiente primavera..., y casi todo será recordatorio de la Pasión, liturgia, memorial, dogma atemperado. Los auténticos protagonistas de la Pasión estarán a miles de kilómetros de distancia o en la misma esquina de cualquier calle de San Roque el Viejo.
Habrá Marías Magdalenas en República Dominicana, en Camerún, en Cuba, en Filipinas..., las habrá incluso en Marruecos, no obstante ser un país de fe distinta. Yo he tenido oportunidad de conocer a algunas de ellas. El año pasado, en Tánger, charlé con María Magdalena en el puerto. No era guapa, como siempre nos han pintado a esta mujer, ni de talle sensual. Estoy casi seguro de que tampoco se llamaba María, pero era ella. Había pasado varios años en Cádiz ejerciendo la prostitución hasta que una infección le impidió seguir degradándose para vivir, y una ONG le aseguró otro tipo de vida y le reamuebló el cerebro. Hay otra María Magdalena que, después de ocho años, sigue visitándome en sueños recurrentes. Se llamaba Daría. Dominicana. Joven. Bastante guapa y bastante trabajada por la vida. Residente en Sabana Perdida, una zona marginal de Santo Domingo. Tenía un hijo, una hija y ataques de asma que la ahogaban. Ya no tenía, sin embargo, ilusiones, aunque sí mucha fe. Murió al día siguiente de hablar conmigo. Un ataque de asma se la llevó. Al entierro no asistió su hijo, tuvo el detalle de enviarle unas flores desde Nueva York, que era donde residía. No asistió porque se avergonzaba del pasado de su madre, parece ser que nunca perdonó que Daría hubiese tenido que vender su cuerpo a desconocidos o conocidos sin escrúpulos para sacar adelante a sus hijos. Aquel joven que gracias a los esfuerzos de la madre había podido emigrar a Estados Unidos en busca de una vida mejor no dejó que se cerrara la cicatriz que, a buen seguro, estigmatizaba más a Daría que a él. Quiso creer que la equivocación o necesidad de su madre se incluía en la categoría de los pecados contra el Espíritu Santo, los que no se perdonan, según las Escrituras.
Esta Semana Santa muchas Magdalenas volverán a llorar al pie de la cruz donde muere quien más las quiso, mientras son repudiadas por aquellos a quienes más quisieron.
Los Sumos Sacerdotes volverán a las andadas; el espectro donde detectarlos es muy amplio. Bastará con buscar santones, gurús, sumos hacedores del orden desestablecido o del desorden establecido, porque no puede recibir denominación distinta lo que posibilita que la justicia en este mundo sea tan esquiva y lo que respalda que la letra esté por encima del espíritu, el progreso por encima de la persona. Lo Sumos Sacerdotes de nuestros días mentirán, retorcerán argumentos, encubrirán despropósitos, harán lo que sea necesario para que se cumplan sus objetivos y nada ni nadie enturbie su paz. Hay quien dice que los ha visto en Cumbres Internacionales mercadeando futuros, narcotraficando desesperanzas, abocando a una miseria todavía más atroz a países empobrecidos con una firma breve de estilográfica elegante. Gastan trajes caros, corbatas correctas, sonrisas postizas y muy poca vergüenza. No se reúnen a modo de Sanedrín, aunque las intrigas que los congregan sean similares a las de hace dos mil años. Se pavonean ante la prensa y sus escudos suelen ser siglas de partidos políticos. Anás y Caifás redivivos firman sentencias de muerte, deniegan peticiones de clemencia, hablan de la deuda externa y se callan la desvergüenza interna. En ocasiones no condenan a la humillante pena de crucifixión a quienes osan elevar la voz para gritar: “Nos están engañando, el rey no lleva un precioso y regio vestido, se pasea tan desnudo como su madre lo trajo al mundo”, son condescendientes y los acallan con subterfugios legales, con bulos, comprando a los medios de comunicación (en el supuesto de que quedara alguno de rebajas) El rey recibe desnudo, y los cortesanos admiran los encajes de su magnífica capa. El mundo se pudre, el número de pobres aumenta, la globalización nos atonta, y nosotros aplaudimos el último triunfo del Real Madrid. El Sanedrín dispensará beneficios espirituales a quienes elogien la calidad del tejido que viste al rey desnudo; Anás y Caifás en versión moderna nos obsequiarán, a cambio de dejar adormecer nuestras conciencias, más canales televisivos, más píldoras para no envejecer, más permisividad en las leyes con ribetes morales y que no afecten al sacrosanto orden económico, más charanga y pandereta, en definitiva; eso sí, charanga con tecnología digital y pandereta cibernética.
Nuestros Sumos Sacerdotes desconocen que la persona lleva un gran tesoro en una frágil vasija de barro; no tienen reparos a la hora de quebrar la vasija para quedarse con el tesoro. Tampoco saben que el tesoro, en cuanto carece del frescor que le brinda el barro, se devalúa y deja de ser tal. La pena es que nuestros Sumos Sacerdotes perdieron la capacidad para la poesía aún antes de nacer. A los muy desalmados que no les hablen de metáforas.
Ellos pecan, de vez en cuando, de omisión. Quienes pecan siempre de acción son los Judas. Si os fijáis un poco seguro que los reconocéis también en la Procesión del Silencio o en la del Domingo de Resurrección. Es probable que en unas décadas al planeta le falte la protección de la capa de ozono, casi tan probable como que en los siglos que dure nuestro mundo le seguirá sobrando la mezquindad de los traidores. ¿Asistirá como fiel católico a alguna de las procesiones el distinguido ciudadano que prometió jornales dignos a los extranjeros que le recogieron los “moniquíes” o la oliva, a los pobres inmigrantes que se partieron el espinazo de sol a sol en Polope o en Aljubé, y que luego recibieron el sueldo de la miseria y la amenaza velada de ser denunciados en el cuartelillo de la Guardia Civil si protestaban? ¿Con una sonrisa compraste al Hijo del Hombre?, ¿con una amenaza lo entregas?
Y, ¿qué me decís del honorable banquero –quién sabe si de comunión diaria- que omitió exponerle con toda claridad al vecino albañil que los intereses del tipo de préstamo que solicitaba se lo irían comiendo y ahora no se hace responsable de que el cliente viva y trabaje para perder dinero? ¿Conocéis casos de honestos políticos que prometieron a sus posibles votantes lo que luego no cumplieron aduciendo razones de estado o estrategias del partido? No siempre Judas actúa a escondidas. Estaría tentado, si no fuera por lo conocido del caso, de nominar Judas a los artífices de los créditos FAD, los que bajo apariencia de ayuda al desarrollo esquilman al Tercer Mundo. No hay peor puñalada que la que se asesta con una sonrisa en los labios.
Judas y los Sumos Sacerdotes se confabulan, pero se sirven de intermediarios, de brazos ejecutores pagados, los soldados. En los desfiles procesionales de Tobarra son los soldados, “los socios”, quienes ponen la nota de originalidad, no así ocurre en la vida real, en la que la soldadesca pertenece a la masa anónima. Los soldados de hoy somos cuantos nos aborregamos ante las injusticias, quienes callamos y acallamos nuestras conciencias por temor a perder la soldada, el plato de lentejas, el saludo del vecino o la sonrisa condescendiente del jefe. Siempre he pensado que no pocos de los soldados que fueron a prender a Jesús eran conscientes de la injusticia que estaban perpetrando, que apresar a un joven pacífico con nocturnidad y sirviéndose de una dudosa delación no podría merecer el aplauso de nadie y, sin embargo, callaron, cumplieron órdenes y seguramente esa noche, si no estaban de guardia, acabarían conciliando el sueño. Yo me he sentido soldado infinidad de veces, cuando voto a un partido –irrelevante es su signo- cuyos postulados, en líneas generales, contradicen el Evangelio, cuando compro productos de empresas multinacionales que explotan laboralmente a la infancia tercermundista, cuando gasto en mí dinero que por justicia debería invertir en los más necesitados, cuando modero mis escritos para no poner en compromisos a amigos y familiares, cuando... Es muy difícil no ser soldado, nos puede la comodidad, por eso el mundo lleva estos derroteros.
Decía Benjamin Franklin que la cometa se eleva mucho más en contra del viento que a su socaire; Jesucristo es el ejemplo palpable de ello, y el Evangelio es un completo alegato a favor de la rebeldía profética, una llamada al abandono de la militancia en el gregarismo. Así lo entendió también la Verónica, esa mujer fuerte a quien no importó quedar en evidencia delante de la masa que abucheaba a Cristo atreviéndose a enjugar su sudor, su sangre, quizás su llanto. Afortunadamente nuestro mundo tampoco anda escaso de Verónicas. En Tobarra conocí a muchas, mujeres que cargaban sobre sus espaldas el peso de un hogar muy difícil de sacar adelante por circunstancias económicas, o familiares, o humanas; mujeres cuya jornada laboral comenzaba a las siete de la mañana y terminaba a la una de la madrugada, sin contrato ni alta en la Seguridad Social, sin descanso de media hora para el bocadillo, al pie del cañón los siete días de la semana, las cincuenta y cuatro semanas del año. Conocí a Verónicas que enjugaban el rostro de Cristo, y en sus pañuelos no quedaba impresa la imagen de un joven nazareno barbudo, sino la de una muchacha con Síndrome de Down a quien otorgaban compañía, paseos, ilusión..., o el rostro de un imposibilitado de quien su familia se avergonzaba y consumía sus días en la más absoluta de las soledades si no hubiese sido por las Verónicas que le acercaban por entre las rejas de la ventana algún refresco y mucho cariño, o las caras de un matrimonio anciano que agradecían como agua de mayo la visita de las Verónicas de turno, quienes robaban tiempo al tiempo y dinero a la nada para completar una exigua pensión y un abandono atroz. Esas mujeres me admiraban porque su entrega no estaba motivada por los lazos de la sangre. Es curioso lo poco que evoluciona la historia en según qué aspectos; hace dos mil años sólo una mujer se atrevió a desafiar a los soldados y al gentío para proporcionar algo de consuelo a Cristo en su viacrucis, en la actualidad siguen siendo las mujeres las que más arrestos tienen a la hora de desoír mojigaterías y lanzarse a hacer el bien, por mucho que ello suponga descrédito social. Al Cireneo, por ejemplo, lo tuvieron que obligar (“Echaron mano de él”, nos dice el Evangelio de Lucas) Y seguro que no era mal hombre, pero es más que probable que si alguien no lo hubiera urgido a ayudar al Hijo de Dios a transportar la cruz habría seguido contemplando indiferente lo que para él debía ser un espectáculo no del todo agradable. Siempre me ha gustado imaginar que aquella noche, la de la Pasión, Simón de Cirene durmió con muchísima paz, con la satisfacción de haber realizado algo grande. ¿Quién le iba a decir que él, un pobre agricultor, iba a pasar a forma parte de la historia de la Redención? Me ha gustado seguir imaginando que, a partir de aquella fecha, el Cireneo se volvió más decidido, más comprometido, se sensibilizó mucho más ante las necesidades de sus paisanos. A mi amigo Gabriel le sucedió algo parecido, salvando las distancias, acaso por eso me gusta imaginar esa continuación de la vida de Simón. Cuando conocí a Gabriel en Jerez de la Frontera llevaba ya varios años subiéndose a un camión enorme con el que transportaba a Marruecos toneladas de ropa y jabón hecho por voluntarios. Gabriel estaba jubilado y cada tres meses, perdiendo tiempo y dinero –y ganando otras muchas cosas no mensurables- dedicaba una semana o diez días a viajar hacia tierras donde un chándal de segunda mano constituía un tesoro y una pieza de jabón de sosa soluciona mil papeletas a una familia sin muchos posibles. Gabriel nació ateo y creo que morirá ateo, y como buen ateo no deja de pedirle explicaciones a Dios: “Míguel, ¿tú te crees que es justo que Dios consienta que a ese pobre moro lo tengan que enterrar envuelto en un plástico de embalar frigoríficos?... ¿no me digas que no es para acordarse de los muertos de Dios viendo a esas criaturas?”, me decía cuando pasábamos por delante de casas en cuyas puertas tomaban el sol chiquillejos esqueléticos ciegos o casi ciegos por la falta de colirios, la falta de higiene y la dureza del desierto africano. Me contaba Gabriel en las noches duras y hermosas de Marruecos que cuando murió su mujer se le agrió el carácter (ahora no es tampoco un dechado de simpatía), y se encerró en sí mismo. Una de sus hijas, para animarlo, lo comprometió para que llevase una furgoneta repleta de mantas a una asociación gaditana que acoge a inmigrantes. Allí vio por primera vez el rostro del Dios en quien no creía: nigerianos, senegaleses, argelinos, incluso somalíes, que se habían jugado la vida para llegar a un país donde la esperanza de vida se computase en décadas y no en semanas. Dice Gabriel que esa noche durmió como nunca. Y desde entonces, en lugar de cargar una cruz de madera en sus brazos carga ropa y jabón en un camión; y en lugar de dirigirse al Calvario se dirige a Marruecos. Y sigue sin creer en Dios, lo mismo que, seguramente, Simón de Cirene tampoco creyó que el ensangrentado que le precedía era Dios, pero eso es lo de menos, porque Dios en aquel momento sí creyó en el Cireneo, y hoy cree a pies juntillas en Gabriel.
Deberían abundar las Verónicas y los Cireneos. De momento nos conformamos con tropezarnos en este siglo recién estrenado con José de Arimatea y algún que otro centurión que, a toro pasado, reconoce la divinidad del crucificado.
Me conmovió la historia de un ejecutivo importante relacionado con la Bolsa de Nueva York a cuya muerte se descubrió que destinaba prácticamente la totalidad de sus ganancias a una especie de orfanato de Pensilvania. Treinta y siete años sustentando con sus ganancias una buena obra, en el anonimato, aparentando un nivel de vida que no disfrutaba tan sólo porque –según se especuló después- no estaba bien visto que un ejecutivo de su nivel practicase tales sensiblerías, ¿qué iban a pensar los que, día a día, se las tenían que ver con él para dejar de ganar o arrebatarle miles de dólares en los avatares de la Bolsa si se enteraban de que, tras su facha de comemundos, era un pobre sentimental? Algo así debía sucederle a José de Arimatea, y algo parecido a lo que dijo el centurión a la muerte de Jesús: “Verdaderamente éste era el Hijo de Dios”, debieron decir los que conocieron a Howard Stephen Goosens, el anónimo benefactor.
Por supuesto que María sigue presente en la Pasión actualizada. Donde más la he visto ha sido en los locutorios de las cárceles, comunicando tras unos cristales con sus hijos. Toda madre lleva en su interior una parte de María. En Santa Eulalia del Río, en la isla de Ibiza, vi en el primer banco del pequeño templo a una mujer que lloraba sin lágrimas el entierro del mayor de sus hijos, camello, drogadicto, ladrón y matón de alquiler cuando la heroína todavía no le había destrozado el físico. Yo ví a María. Y en esas circunstancias no puedo evitar recordar siempre la bronca amistosa que me gané del semanasantero de pro del que ya os hablé antes por criticar los fandangos circenses de la Semana Santa. Me escribió lo siguiente: “La Semana Santa no es un documental, ni siquiera una película, es un poco de todo. ¿Eso es malo? A lo mejor quieres preservar a Dios de las impurezas, pero a lo mejor Dios no quiere ser preservado precisamente porque está por encima de todo lo que pudiera mancharle. Baja a Dios de las nubes, y sácalo a la calle, que no encoge. Porque él estaba allí, no encima del paso, sino debajo y a los lados, en la bulla, hasta en las sillas. Estaba en la niña que comía pipas, en el que se las vendió, en el nazareno, en el legionario al que la procesión en la que desfilaba le tocaba las narices, en el señor fatuo que aprovecha la procesión para darse importancia... ¡Pero hombre, cómo no lo has visto! !Si pasó a tu lado!”. No lo vi ni lo veré jamás ahí, y no digo que no esté, pero no lo veré mientras el común de los mortales prefiera ignorarlo en el ataud del drogadicto, en la agonía del náufrago paterista, en el aborto clandestino de la niña deficiente de la familia de bien, en el pensionista con atroces migrañas a quien en el ambulatorio ya se han cansado de hacerle caso.
Me asombra la facilidad que tenemos para ver a Jesús sólo en los buenos momentos, o en determinados momentos: llega Semana Santa, toca ver a Cristo en las procesiones o en los ritos que las acompañan. Pues no, como le decía el zorro al Principito cuando éste le preguntó que qué era un rito: “Es algo demasiado olvidado. Es lo que hace que un día no se parezca a otro día y que una hora sea diferente a otra.” Los ritos de la Pasión se suceden a lo largo de todo el año. Preguntádselo si no a Pilatos neonato; ¿no hay personajes que se pasan los trescientos sesenta y cinco días del año lavándose las manos y aunque siempre es por tapar una injusticia el agua y el jabón que utilizan son distintos? Seguro que os está viniendo a la cabeza la imagen de algún abogado famoso que a cambio de sumas astronómicas es capaz de demostrar que la Santísima Trinidad está compuesta por Melchor, Gaspar y Baltasar. También los hay que se ocupan de asuntos más serios, como defender a terroristas y a asesinos usando malas artes. Sé que sobre Pilatos no es necesario que os de más pistas.
Podría seguir enumerando personajes: la criada que delató a Pedro, el mismo Pedro y sus negaciones, los demás discípulos, Barrabás, Herodes..., pero me interesa más terminar con los figurantes, los de relleno, los muchos que aclamaron a Cristo en su entrada triunfal a Jerusalén y los muchos que lo humillaron camino del Gólgota. No os extrañe que fueran los mismos, al menos una buena parte. ¿Es incomprensible? No tanto, pensad, si no, en las masas de aficionados al fútbol ( y que Dios me perdone por la idiota comparación), hoy proclaman dios del Olimpo a un portero porque ha parado un penalty y dos semanas más tarde lo califican de canalla porque no supo despejar en el área un balón fácil. “De héroe a villano”, es un titular que se repite mucho en la prensa deportiva, y digo esto sin ser muy aficionado a la droga nacional. Los mismos que honran a Dios –por lo menos en apariencia- y se emocionan viendo a sus hijos vestidos de primera comunión o a sus nietos contrayendo matrimonio delante del Sagrario son los mismos que le vuelven la espalda cuando alguien les recuerda que hay que amar sobre todo a los enemigos y perdonar setenta veces siete. Esa especie no está en peligro de extinción. Jugad vosotros a aplicadlo a otros sacramentos y conjugadlo con otras enseñanzas duras del Evangelio. Os lo dije al principio, la Semana Santa es una historia de amor y sufrimiento, como el Evangelio. Y quien quiera celebrarla de verdad, vivirla, además de arrimar el hombro bajo el paso, de encontrarse con los amigos en los garutos, de degustar panecillos y aliviar con mojete las hambres de las muchas horas tamborileando –si es ése su gusto-, tendrá que asumir que el memorial de la muerte de Cristo lo compromete a amar mucho más y a sufrir por el prójimo, si fuera necesario, mucho más. Sólo así se podrá celebrar el triunfo de la Vida sobre la afrenta de la cruz, sólo así habrá Resurrección.
Hay muchas figuras donde escoger para identificarse. Lo que no pase por ahí, opino modestamente, creo que no merece el nombre de Semana Santa.


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