PRÓLOGO DE TURNO DE NOCHE

“Puesto que leer un libro constituye un esfuerzo que choca con la natural tendencia del hombre a la comodidad de la apatía y de la indolencia, pensaron quienes nos precedieron que la obra del escritor novel debe venir acompañada de un prólogo compuesto por uno más experimentado y conocido que, desde las primeras páginas, se encarame a la conciencia del lector para persuadirlo de que vale la pena sustraerse a su atávica pereza y atreverse con el volumen que le presenta un desconocido.

A mí, la verdad, ser prologuista de Miguel Ángel Carcelén me da cierta vergüenza. Ésa del impostor que engola la voz cuando se sube a la tarima, para fingir sabiduría y prestancia intelectual. Ni he publicado más que él, ni le excedo en prestigio literario o en edad (nacimos en el mismo año, aunque él parece bastante mayor, fuerza es señalarlo). Además, cualquiera que haya disfrutado con ¿Oíste al mirlo silbar mi nombre?, con No me esperes corazón, o con ¡Ojalá que nos veamos en Macondo!, saltará con pericia de pertiguista estas páginas introductorias, ávido de sumergirse en el universo personal del autor, de modo que sería un detalle, Miguel Ángel, que introdujeras en tu novela algunas páginas que animaran a leer las letras de este pobre prologuista.

Como nuestros progenitores decidieron traernos al mundo en aquel año crucial en el que los empresarios barrigudos de nuestros días, hoy explotadores sin escrúpulos, hoy pobres sufridores cardiovasculares amenazados por las fluctuaciones del índice Nasdaq, exigían que la imaginación subiera al poder, aseguraban que ser realistas suponía pedir lo imposible y lanzaban mortíferos adoquines contra las opresoras fuerzas de orden público, se supone que pertenecemos a la famosa e inexistente Generación X, ésa que, por imperativo legal, para expiar sus pecados originales, ha de asumir la obligación de escribir acerca de jóvenes sin ningún tipo de principio moral, capaces de conducir en dirección contraria por la M-30, de enredarse en cualquier aventura de sexo o de drogas, o de tantear, muchas veces desde su posición acaudalada, los andamios de la marginalidad, jóvenes que hace mucho que renunciaron a buscarle sentido a la vida. Miguel Ángel se sitúa en el extremo opuesto de esta tendencia.

Hasta hace poco, los que nacimos en la década de los 60 teníamos que escribir como Douglas Coupland, como Ray Loriga, como Benjamín Prado, como Lucía Etxebarria o como José Ángel Mañas, debíamos lanzar al público los productos que se suponía que el público exigía de nosotros, si querríamos hacernos un hueco en el mercado editorial. Ahora las cosas han cambiado, malos tiempos para los dinosaurios octogenarios que publican cada año una castaña y exhiben con orgullo infantil el listado de los premios que obtuvieron en razón del mérito de las muchas amistades y el no menos importane de haber sabido sobrevivir. Los escritores que, por cronología podrían enredarse en el triste calificativo de la incógnita ya no tenemos que andar pidiendo perdón al universo por tratar los asuntos que nos dé la real gana, con el enfoque que mejor nos parezca: pregúntenle a Juan Manuel de Prada, a Antonio Orejudo, a Juan Bonilla, a Carlos Castán, a Antonio Álamo, a José Carlos Somoza, a Lorenzo Silva, a Fernando Marías (1958), a Miguel Ángel Carcelén Gandía, que se han ganado a pulso ese derecho.

Si yo les explico que la literatura de Miguel Ángel es esencialmente comprometida, lo primero que se preguntarán es qué pretende obtener este escritor vocacional de su filiación, política, filosófica o literaria. Los abusos que se han hecho del compromiso en la literatura lo han vinculado a la ideología. Uno pensará acaso que Miguel Ángel habrá firmado un contrato propagandístico con las derechas o con las izquierdas, pero él sólo está comprometido con los hombres, con ésos que sufren y padecen cada día injusticias que podrían remediarse. Miguel Ángel denuncia el abuso y la trampa allá donde la encuentra, sin pararse a pensar en el precio que tendrá que pagar por ello. Quien no me crea, no tiene más que dar un repaso a su accidentada biografía. No olvidemos tampoco que el dinero que ingresa con sus libros lo dedica íntegramente a una ONG, Acumán, que con esos fondos lleva a cabo proyectos de desarrollo en el Tercer Mundo.

Por otro lado, cuando se habla de compromiso, muchos lectores, entre los que me cuento, tendemos a espantarnos, porque pululan por las librerías una legión de obras plúmbeas despachadas por escritores convencidos de que si emplean su narrativa contra la contaminación, contra las violaciones de los derechos humanos o contra la tala indiscriminada de bosques, su digna opción les exime automáticamente de dominar los recursos técnicos imprescindibles y, por gracia de su buena voluntad, se les aplaudirá su chapuza, sea cual sea el resultado que obtengan. Sin desdoro de sus encomiables propósitos, demasiados de entre ellos son capaces de aburrir mortalmente al lector más abnegado.

Miguel Ángel, sin embargo, es un gran conversador, una de esas personas con las que uno disfruta charlando, porque se hacen las horas cortísimas y el tiempo vuela, uno de esos sujetos peligrosos a los que las compañías telefónicas terminarán contratando para engordar el recibo de los demás. Y ese ritmo fácil e inteligente se traduce en una prosa que fluye sin atascarse en pedanterías ni en excesos innecesarios.

Podría mencionar toda la retahíla de premios que ha obtenido Miguel Ángel, pero supongo que eso ya figurará en cuarta de cubierta y, además, yo prefiero presentarlo como un autor de calidad, capaz de enganchar al lector con historias humanas de sufrimiento y de superación, capaz de manejar recursos técnicos que no quedan al alcance de cualquier novelista, pero sin despistar ni asustar a la persona sencilla que se acerca a sus narraciones con la esperanza de distraerse y crecer por dentro. Por sus páginas desfilan prostitutas vírgenes, proxenetas generosos, presidiarios sorprendentes, mercenarios sin escrúpulos que un día se enamoraron, curas y ricos aliados para humillar al pueblo, hombres y mujeres que se las arreglan para ser felices en un país castigado por la violencia, la corrupción y la dictadura. Lo mejor de Miguel Ángel es que sabe ser profundo sin dejar de ser divertido. Y eso vale su peso en oro.

Cada mañana intento que mis alumnos comprendan que la literatura no sirve, en general, para ganar más dinero que un futbolista, ni para hacerse más popular que la chica de los seis polvos, ni para levantar puentes, ni para erradicar enfermedades. Sirve solamente para soñar, para conocer mejor los entresijos del ser humano, para persuadirnos de que podemos construir un mundo mejor. Abro Turno de noche y me convenzo, una vez más, de que hoy también llevo razón. Mañana, ya veremos”.


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