La profecía

En Arene no estaban acostumbrados a tanta novedad, y como quiera que en el pueblo hacía años que nada enturbiaba la monotonía de unas gentes dedicadas por entero a sobrevivir arrancándole al mar sus más humildes tesoros, fundamentalmente jureles y sardinas, los vecinos saludaron la llegada de Maica (y de los acontecimientos que a raíz de su aparición se sucedieron) primero con escepticismo, luego con gozo, para pasar pronto a la perplejidad. “No hagáis caso, no hagáis caso de la pelirroja”, decía la nonagenaria Vicenta haciendo silbar las palabras entre las caries inmensas de sus tres únicos dientes. Mas nadie la atendía, cosa extraña, toda vez que ella siempre había sido una especie de oráculo de la comarca con gran predicamento entre los pescadores. Si Vicenta aconsejaba dejar las barcas amarradas porque se avecinaba tormenta, por más que el cielo estuviese límpido hasta dañar los ojos, por más que las predicciones meteorológicas anunciasen lo contrario, por mucho que don Miguel, el párroco, chillase desde el ambón que excomulgaría a cuantos diesen crédito a supercherías de nigromantes de pacotilla, nadie en Arenes osaba hacerse a la mar. Luego, en la tasca, los hombres, entre orujo y orujo, entre envites y órdagos, a salvo del aguacero que anegaba las calles del pueblo y el orgullo del cura, se felicitaban por tener la suerte de contar con los buenos oficios de Vicenta, al tiempo que brindaban a la salud de don Miguel, de quien se contaba -y el rumor tenía muchos visos de credibilidad- que, tiempo atrás y a escondidas, se había acercado a la casa de la anciana para consultarle algo acerca de unas canonjías doctorales que habían quedado vacantes en su diócesis de origen. No le debieron ser los hados propicios o mala acogida tuvo que depararle Vicenta, pues durante unas semanas el barbilampiño sacerdote se dedicó en cada sermón, incluso en los de exequias, a arremeter con especial virulencia contra las supersticiones. Poco después en la hoja diocesana se elencaban los nombres de los favorecidos por el arzobispo, y ninguno de ellos era el de don Miguel. Los paisanos lo celebraron, ya que, a pesar de su humor de bucanero de secano, apreciaban al cura, quien siempre se había desvivido por ser uno más entre ellos sirviendo a sus intereses con más ahínco que el presidente de la Cofradía de Pescadores. Don Miguel nunca le había ganado la partida a Vicenta, jamás, y ésa era la única espina que tenía clavada en lo atinente a su ministerio pastoral en Arene. Por eso, cuando llegó Maica al pueblo y la vieja inició una singular campaña en su contra, el párroco no pudo sino congratularse de que nadie, por primera vez desde que él pisara esa tierra, atendiese a las razones de Vicenta. A decir verdad no eran razones lo que la anciana esgrimía, sino oscuras advertencias plagadas de ambigüedades, lo que hacía menos creíble su discurso. Ella siempre había sido muy clara: si iba a diluviar, lo decía; si Pedro iba a matrimoniar con una parroquiana de Coladres veinte años menor, anunciaba que le sacaría los cuartos y al cabo de unos meses lo abandonaría; si el jurel andaba esquivo, indicaba a qué bancos debía dirigirse la modesta flota de Arene para regresar con las nasas llenas; si un mercachifle disfrazado con traje de Armani y maletín de cuero a juego con zapatos carísimos llegaba destinado como nuevo director de la única sucursal bancaria del lugar, advertía que mejor retirar los ahorros de ahí, y a los tres meses escasos se descubría que el nuevo banquero arrastraba deudas con la justicia por estafas innúmeras. Como siempre, don Miguel era el único que no atendía sus sugerencias, de manera que la maltrecha economía de su modesta iglesia fue la que más sufrió el fraude de señor tan elegante. “Ecclesia supplet”, se consolaba, ayunando a la fuerza, el cura, que había tenido que soportar las reconvenciones del arzobispo por su candidez en cuestiones económicas; “Ecclesia supplet”, se decía a sí mismo viendo alejarse su nombramiento como canónigo doctoral.
Vicenta siempre había sido clara, siempre, incluso cuando predijo el naufragio de la Margarita II a causa del mal calafateo de varios de sus pañoles y la muerte de uno de sus faenadores. La tripulación aguantó cuanto pudo en el muelle, pero llegó el momento de decidir si levantar amarras -aún a sabiendas de a lo que se exponían-, o morirse de hambre, y para aquellos que no tenían más ciencia que la del mar aventurarse en otros menesteres resultaba opción descabellada. El patrón quemó la santabárbara y la Margarita II se confundió con la línea del horizonte; muchas mujeres pasaron el día entero rezándole a la Virgen del Carmen, poniendo velas a todos los santos del templo y tintineando monedas en los cepillos penitenciales para que no se cumpliesen los malos augurios o que, al menos, no se cebasen con ninguno de los suyos. Y ellas fueron las primeras en oír el toque a rebato del vecino campanario de Luarmares, en cuya costa se hundió la embarcación y desapareció para siempre el cuerpo de Mauricio Miño, marinero con más tempestades a las espaldas que callos en sus manos sarmentosas. Los más supersticiosos dijeron haber visto rondar por la zona del naufragio, días después, grupos de tintoreras, dato inaudito en aguas cantábricas. Vicenta había sido clara, una vez más. Pero en sus invectivas agoreras contra Maica no lo era, se limitaba a repetir: “¡No hagáis caso de la pelirroja, no hagáis caso de la pelirroja!”, de ahí que las gentes comenzasen a creer que la envidia y, por fin, la vejez, fuesen las responsables de su desazón. Mas la anciana no se expresaba con su habitual lucidez debido a que encontraba algo en la forastera que le impedía concentrarse, se trataba de una especie de barrera invisible que le bloqueaba el entendimiento y agotaba su intuición hasta dejarle en las sienes un dolor salobre con ecos de caracolas. Sin embargo, los vecinos no veían en la joven más barrera que la de su cautivadora sonrisa, su simpatía contagiosa, su inagotable curiosidad y su insultante vitalidad. Insultante porque en Arene, hasta su llegada, el estilo de vida decía más relación con la vegetativa supervivencia que con deseo alguno de prosperar.
Maica recaló en la plaza de Arene el mismo día que la Margarita III lo hacía en su puerto procedente de los astilleros de Sentínola. Su equipaje era tan inexistente como la carga de las bodegas del barco recién botado. Sin maletas, sin familia ni conocidos en la villa, sin historia ni pasado que quisiera compartir reunía todas las papeletas para no ser bien acogida en ambiente tan endogámico como había demostrado ser el de Arene, máxime desde la espantada de la arpía de Coladres que dejara en la miseria al bueno de Pedro, tan enamorado como candoroso. No obstante, y con todo en su contra, supo ir labrándose un hueco en el corazón de todos los convecinos con una rapidez asombrosa; en todos, salvo en el de Vicenta, reafirmada en su sensación de que aquella pelirroja traería la desgracia al pueblo al comprobar que la noche que ella durmió por vez primera en la habitación de la tasca que hacía las veces de fonda no hubo pleamar. Que ella recordara no había conocido semejante desequilibrio desde su niñez, cuando el Cantábrico vomitó en la playa de Arene el cuerpo hinchado y putrefacto de un gigantón barbudo al que se le descubrió en el vientre un bibelot musical con apariencia de sirena. Tal prodigio, pese a ser muy comentado en la comarca, fue convirtiéndose poco a poco en exageración para acabar siendo considerado una simple leyenda, de las muchas que entretenían las sonochadas de los más pequeños en galernas invernales al amor de braseros de picón y un buen plato de nuégados. Precisamente a Maica, en un lugar donde quien más, quien menos, arrastraba un mote desde antes de su nacimiento, pronto se le impuso el apodo de sirena, en parte por su cabellera de fuego, en parte por sus curiosos andares, más propios de alguien que ha pasado en silla de ruedas una larga temporada que de una moza que debía de aprovechar el vaivén de sus caderas y la cadencia de sus pasos para aumentar su atractivo. Porque Maica no era especialmente bella, pero sí muy atractiva, de un atractivo que, sin embargo, no invitaba a los pocos jóvenes del pueblo a interesarse por ella, acaso por creerla inalcanzable, tal vez por el respeto que les inspiraba todo lo foráneo. Maica encandilaba a los más pequeños con las historias de su tierra, a los muchachos por su voz prodigiosa que acompañaba al acordeón de Perico Paños en las sobremesas de la tasca, a los hombres hechos y derechos por sus increíbles conocimientos de la mar, y a los ancianos por la cariñosa paciencia que derrochaba con ellos en el mus y el dominó. También a las mujeres, casaderas y casadas, agradaba sobremanera su compañía por lo bastante que aprendían de ella en lo relativo a las artes de la seducción. A don Miguel lo tenía maravillado por su dominio del latín, lengua que en sus labios podía calificarse con cualquier adjetivo excepto con el de muerta. Curiosamente al expresarse en latín su voz no adolecía de los ceceos que a veces se le escapaban al hacerlo en castellano y que conferían a su acento un matiz de extranjería que desdecía su dominio de expresiones marineras muy típicas del español. Cuando alguien pretendía indagar acerca de su procedencia ella se reía y, con mucha gracia, desviaba la cuestión. En Arene, como en tantos otros lugares de la costa, se prefería inventar antes que mostrarse demasiado insistente, y hasta el párroco tuvo que convenir que en los temas personales Maica se sabía escurrir con la presteza de una corvina y la gracilidad de una sirena. Por ello se le atribuyó un pasado en el que se entremezclaban penosas convalecencias de raras enfermedades con desengaños amorosos y repudios paternos. Lo más que llegó a confesar en una tarde memorable que cantó en la tasca con la nostalgia que ningún marinero había escuchado jamás fue que había decidido asentarse en Arene por la tranquilidad que ofrecía para su vocación de escritora y porque desde allí podría reclamar lo suyo. Las gentes incluyeron, entonces, como glosas de la historia que le habían ido inventando, disputas familiares por herencias irresolutas y un caudal bibliográfico inmenso de libros escritos para niños. Maica debía de ser, pensaba la gran mayoría, una afamada escritora que se escondía de quién sabía qué; el hecho de que las leyendas marineras con las que entretenía a la chiquillería no se repitiesen a pesar de los meses que ya llevaba entre ellos dio pie a los lugareños para afianzarse en tal suposición, que para ellos se tornó creencia. Sólo don Miguel aventuró que tal vez hubiese otras hipótesis que contemplar, y lo hizo movido por la pista que Maica había dado al dejar escapar, con toda probabilidad muy a su pesar, que desde allí podría reclamar lo suyo. El párroco se enfrascó en la lectura de documentos añejos sepultados bajo capas de polvo en el archivo parroquial y aún se atrevió con los que se apilaban, sin orden ni concierto, en las dependencias del ayuntamiento; buscaba algún enredo de lindes, de testamentos incumplidos, de litigios seculares, dando por bueno el presentimiento de que por ahí podría vislumbrar alguna luz que aclarase el maravilloso misterio de la joven escritora.
A no ser por su referencia a la escritura, a Maica no se le conocía oficio ni beneficio. Sus primeras pernoctaciones en la tasca de Brígida las pretendió pagar con unas monedas herrumbrosas de extrañas inscripciones que, si en un principio, no fueron aceptadas, la buena vista del marido de la cantinera para los metales preciosos hizo desdecirse a la mujer. “No serán de curso legal -advirtió-, pero llevan más oro que todas las alianzas juntas de los casados del pueblo”. El matrimonio, de una nobleza habitual en Arene, no se aprovechó de la que parecía desvalida muchacha y convino con ella en aceptar un par de monedas como pago a todo un mes de estancia. No se volvió a hablar más del asunto, pues Brígida le propuso alojamiento y manutención gratuita durante el tiempo que ella quisiera a cambio de continuar cantando en el local y de echar una mano, de vez en cuando, en las faenas de la tasca, bien en los fogones, bien en la barra. Brígida entendió al instante que la voz prodigiosa de Maica atraería más clientela una vez que los hombres fuesen corriendo la voz de barca en barca, de cala en cala, de lonja en lonja, como así ocurrió. Además, hasta Miñambres, el viejo lobo de mar, huraño como pocos, se dejó caer por la taberna para ver con sus propios ojos a la pelirroja de la que todo el mundo se hacía lenguas, y acabó, cautivado por su simpatía, compartiendo con ella mesa de dominó. La única que seguía en sus trece era Vicenta con su recurrente cantinela: “¡No hagáis caso a la pelirroja, no le hagáis caso!”. Bien es verdad que si con otros paisanos más reacios a aceptarla Maica empleó, atemperados, algunos de los ardides con los que instruía a las mozuelas en edad de merecer para atraer a los chicos por los que penaban, con Vicenta ni siquiera se molestó. La inquina que la anciana sentía hacia ella era correspondida con un distanciamiento impropio del carácter de Maica.
En sus ratos libres la joven gustaba de acercarse a la ensenada, de perderse entre los acantilados, de corretear por la playa, de curiosear en las redes de los pescadores; a veces pasaba el día entero perdida por la costa, sin llegarse a la tasca ni siquiera para comer. A Brígida se le desbocaba el corazón al verla regresar, angustiada ante la posibilidad de que, con el mismo misterio con el que vino, un mal día desapareciese, y no sólo temía ese momento por el perjuicio que ello supondría para su negocio, sino porque estaba empezando a querer a la chica como a una hija. Maica, con la mirada perdida y mucho enigma en sus palabras, le había dicho en una ocasión que la reconvino por tenerla con el alma en un puño a causa de sus largas excursiones, que ella no estaría toda la vida a su lado, que su tiempo se estaba cumpliendo. Con sus pocas luces a Brígida aquella declaración le sonó parecida a algún pasaje del Evangelio que don Miguel les leía por Semana Santa.
Otras veces Maica ayudaba en la lonja, especialmente los días de mercado, cuando la afluencia de mayoristas convertía las tranquilas dependencias de Arene en un bullicioso lugar de encuentro, o echaba una mano a la concejala de festejos en la preparación de actividades, un catálogo mortecino y repetitivo que se reavivó con las aportaciones de la forastera. Antes de ella se contentaba a los de por sí muy apáticos vecinos con la proyección de una película semanal en el salón de plenos del Ayuntamiento, la organización de unos rancios talleres de costura, una mariscada de sardinas regada con Ribeiro a discreción cada seis meses y las fiestas patronales en la canícula de agosto. Maica introdujo grandes cambios muy del agrado de la concurrencia, convenció a la concejala para celebrar mariscadas quincenales invitando a los concejos vecinos y brindándose ella misma para amenizarlas con sus cantos y los ritmos del acordeón de Perico Paños, impulsó toda clase de concursos: de pesca, de reparación de redes, de esculturas en la arena, de gastronomía cántabra, de sogas de traineros..., todo encaminado a atraer a la gente hacia Arene, a hacer del pueblo un centro de interés lúdico aprovechando los escasos recursos con los que contaban las arcas municipales. Daba la impresión de que Maica quisiese hacer pasar por el pueblo a toda la provincia, a toda la región, a todo el país, y por la entrega que ponía en la tarea, pendiente hasta del más mínimo detalle, se diría que le fuera la vida en ello. También fue Maica quien sugirió celebrar el primer centenario de la Cofradía de Pescadores con una suelta de palomas y de globos en los que los críos y no tan críos de Arene habían introducido papelitos con mensajes, unos expresando deseos, otros con felicitaciones para hipotéticos lectores. “Que estos globos vayan donde yo no puedo”, se permitió decir durante el acto de la suelta, y don Miguel, que no había cejado en su empeño de desentrañar el misterio de la presencia de la chica entre ellos aprovechó para inquirir: “La brisa se los llevará tierra adentro, ¿es ahí a donde no puedes ir?, ¿a algún lugar en especial?”. Maica sonrió, fiel a su costumbre, y cuando el párroco creía que iba a quedarse, como en tantas otras ocasiones, sin respuesta, escuchó el ceceo que tan familiar le resultaba: “Yo no sabría vivir lejos del mar, me moriría”.
Gracias a esta iniciativa ayudada por las veleidades del destino el nombre de Arene tuvo su minuto de gloria televisiva para regocijo del alcalde y de la concejala de festejos. Las emisoras se hicieron eco de un sorprendente suceso: Antonio Navalón Cuesta, un agricultor albacetense, había encontrado enredado entre las ramas de unos cerezos de su huerta un globo verde con un papelito en su interior; le costó entender la caligrafía: “Ojalá estuvieras aquí. En Arene y en otoño”. Ese globo había sido soltado dos días antes novecientos kilómetros más al norte habiendo surcado los cielos hasta aterrizar en la llanura manchega. Cualquiera podría haber sido el autor del mensaje, no obstante, sólo se le ocurrió a Maica la idea de invitar al pueblo como muestra de agradecimiento al que tanta popularidad les había dado. Y así se hizo. Antonio Navalón Cuesta fue recibido con todos los honores, como si de un héroe de guerra se tratara, y en un exceso de euforia a punto estuvo de ser nombrado hijo adoptivo de la villa. Todo aquello supuso un aumento impensable del turismo en una zona de la costa que hasta ese día había estado dejada de las guías de viajes, y una serie de entrevistas al labrador que no cabía en sí de su asombro. De estirpe de labriegos pocas veces había abandonado su tierra, y le avergonzaba confesar que a sus veintiocho años de edad todavía no conocía el mar, si bien sentía por él una curiosidad insistente; nunca había podido viajar a verlo porque cuando vivían sus padres se dedicaba en cuerpo y alma a su cuidado, y una vez que murieron tuvo que dedicarse en alma y cuerpo a atender sus campos. Antonio se extasió ante el mar y, quizá como brindis a las cámaras que grababan aquel momento, quizás porque en verdad lo sentía, murmuró: “Es como si ya hubiese estado antes aquí”.
Jamás fue nadie mejor tratado que Antonio durante la semana que prolongó su estancia en Arene; exceptuando a Vicenta, que lo previno contra los cantos de sirena que pudiera escuchar, todos los vecinos se mostraron obsequiosos con él hasta el empalago. El único canto de sirena que atendió Antonio fue el de, nunca mejor dicho, Maica. La muchacha se prendó de él nada más verlo por televisión, y desplegó todo su encanto cuando lo tuvo cerca para ganarse sus simpatías. Sus simpatías y algo más. No tuvo reparos en confesar que ella había sido la autora del mensaje que encontró en el famoso globo ni en admitir que parecía que su deseo se había cumplido. Poco más hizo falta para que el mozarrón comenzase a enamorarse. No terminaba de explicarse que una chica como Maica, atractiva, leída, cariñosa, trabajadora, popular, lo requiriese de amores, sin embargo, oportunidades como aquella no se presentaban con frecuencia y habría sido un idiota si la hubiese dejado escapar, por eso le prometió a la pelirroja que tan pronto pusiese al día algunos asuntos en Albacete regresaría a por ella, quería que también Maica conociese el atractivo de los ocres de La Mancha. Tan deseoso del regreso de Antonio como la muchacha se hallaba don Miguel, quien cavilaba que quizás el enamorado pudiese sonsacarle los datos que a él, hasta el momento, le habían sido esquivos. Incluso acarició la posibilidad de que, andando el tiempo, los muchachos se casasen y no le quedase a Maica más remedio que facilitarle los datos de su partida de bautismo y nacimiento, suficientes para continuar él con las indagaciones. Tras muchas horas invertidas en la consulta de legajos, manuscritos y libros parroquiales se dio por vencido, nada encontró en ellos que mereciera relacionarse con herencias intestadas o arcanos pleitos en los que pudiera estar involucrada la joven escritora. Quienes no andaban tan entusiasmados con la idea de la vuelta de Antonio eran Brígida y Vicenta, empero por motivos muy diferentes. La primera barruntaba que los días junto a la que ya consideraba parte de la familia tocaban a su fin, tal era el grado de enamoramiento que descubría cada mañana en Maica, y la segunda porque andaba por el pueblo como enloquecida gritando que había que impedir a cualquier precio que la pelirroja se saliese con la suya a costa de un hombre inocente. Maica pudo tranquilizar a la cantinera, fue tal el convencimiento con el que le dijo que ni un amor tan fuerte e ilógico como el que sentía por Antonio sería capaz de apartarla del mar, que Brígida la creyó. A quien no pudo sosegar fue a la anciana, ya que, encargándose de hacerlo, la muerte se le adelantó. La encontraron de amanecida, yerta, sobre la arena de la playa, sosteniendo entre sus manos un extraño bibelot en forma de sirena que aún desgranaba una lúgubre melodía. El médico dictaminó que había muerto de vejez, o de cansancio, o de pulmonía, acaso de impotencia, y se curó en salud rellenando el certificado de defunción con la consabida fórmula: “Parada cardiorrespiratoria”.
Antonio se demoró en su pueblo más de lo prometido y era digno de lástima el estado de postración en el que tal retraso sumió a Maica; dejó de reír, de jugar con los ancianos, de saludar a los vecinos, de conversar en latín con don Miguel, de acercarse a la playa..., dejó de cantar. “¿Por qué no bajas a acompañar el acordeón de Perico, niña? Anímate, verás como con un par de canciones se te olvidan las penas”, la urgía Brígida. Y ella contestaba que ya no tenía sentido cantar. El marido de la cantinera, tan parco en palabras que en dos años no habría hilvanado más de cinco frases seguidas, compadecido del sufrimiento de la chica, se atrevió a sugerir que telefonease a Antonio. Pero Maica suspiró que para esos menesteres ninguna fuerza tenían los teléfonos. Su decaimiento llegó a ser tratado en la tasca por las gentes de Arene con la gravedad que se le concedía al mal pago de la pesca por parte de los intermediarios o las prohibiciones gubernamentales de restringir tal o cual arte de pesca. Miñambres sorprendió a los presentes con la peregrina ocurrencia de que si el de Albacete no volvía por propia voluntad habría que ir a convencerlo. Y si se negaba a regresar, lo arrastrarían a la fuerza hasta Arene. Antonio Navalón se había convertido en cuestión de días, sin él saberlo, en un indeseable, porque nadie que hiciese sufrir de esa manera a Maica podía tener buen corazón. Mucho se discutió el tema durante esas jornadas en la barra de Brígida sin llegar a ninguna solución que no pecase de disparatada.
El cura llegó una tarde, eufórico, a la taberna, y pidió un culo de anís y ver a Maica, en ese orden. Entre los legajos, en un último esfuerzo, había encontrado, por fin, algo que no ayudaba mucho a sus fines, pero que con toda seguridad serviría para animar a la muchacha. Una simple coincidencia, una curiosa casualidad que la entretendría en tanto el mozo no se dignase a dar señales de vida. Don Miguel subió hasta su cuarto y casi se le cae el alma al suelo al contemplar la ruina humana en la que, en cuestión de días, se había convertido la que tanta vitalidad contagiaba. Apenas le salían las palabras, tal era la conmoción que le había causado la visión de Maica. No tuvo ánimo ni para comenzar la conversación en latín, como ya se había convertido en costumbre entre ellos: “He encontrado un pergamino parroquial de hace casi doscientos años en el que aparece un nombre que quizá te suene, Antonio Navalón Cuesta, ¿te dice algo?”. Maica entornó los ojos, suspiró, y bisbiseó: “Tempus fugit”. El sacerdote iba a apostillar que todavía no había tenido tiempo de traducir el texto porque se encontraba muy deteriorado cuando Brígida aporreó la puerta de la habitación y entró con ímpetu gritando: “¡Niña, niña, acércate a la ventana, vamos!”. La tuvo que empujar, casi llevarla en volandas hasta el pequeño marco del ventanuco. Maica vio primero unos globos verdes que ascendían, escapados, para encontrarse al instante con decenas amarrados a las rejas de la casa de enfrente. En todos podía leerse: “Maica, te quiero”. Afanado, soplando más globos, se encontraba Antonio que, al verla, como un niño pillado en falta, se encogió de hombros y sonrió. La noticia se corrió por el pueblo con la velocidad de la luz y pronto fueron muchos los vecinos que contemplaban el beso interminable de los dos enamorados en mitad de la calle, sin pudor alguno, dejándose envolver por la alegría de los globos. Estos continuaron sus leves balanceos, como despidiéndose, mientras Maica y Antonio se perdían de camino hacia la playa. “Bésame, amor, que apenas puedo ya respirar”, le pedía a su enamorado.
Llegados a este punto de la narración los testimonios de los vecinos se muestran contradictorios. Los más aseguran que hasta que no terminó de explotarse el último globo, tres días después, nadie expuso la necesidad de salir a buscar a la pareja; unos afirman que los vieron esa misma tarde retozando en las aguas de la ensenada, otros que creyeron distinguirlos en el cruce de Colindres, los menos que embarcados en la Margarita III. A falta de Vicenta, casi nadie reparó en que esa noche no hubo pleamar. En el pueblo acabaron aceptando que Maica, con el mismo misterio que había aparecido, desapareció, si bien hicieron responsable a Antonio de que la hubiese convencido para que lo acompañase a su tierra. Tanto era, sin embargo, el agradecimiento que le tenían que no les costó perdonarla por no haberse despedido. Algunos, como el hosco Miñambres, casi lo prefirió así, dudaba mucho de que hubiese sido capaz de contener las lágrimas. Brígida y su marido dieron por buena la opinión que acabó imponiéndose. “A la postre -pensó la mujer-, no era tan cierto que ni el amor podría arrancarla del mar”.
En su habitación sólo había quedado algo de ropa y unas cuantas monedas de las que les enseñara recién llegada. El matrimonio estimó equitativo quedarse con la mitad y entregarle las demás a don Miguel para que las emplease en obras de caridad. El párroco, más trastornado que nadie desde la marcha de Maica, aceptó el donativo con una extraña mezcla de curiosidad y miedo. La víspera del día que el archivero diocesano le confirmó que esas monedas databan del siglo diecisiete y habían sido acuñadas posiblemente en tierras danesas, había acabado de traducir, para su asombro, los primeros párrafos -los únicos legibles- del pergamino con el que un día intentó entretener a la muchacha:

En el día diez de agosto del año de gracia de mil ochocientos y cuatro se presenta ante mí, don Nuño de Arce Galán, coadjutor de la parroquia de Arene y vicario de Colindres, el feligrés Antonio Navalón Cuesta, pescador desaparecido y dado por muerto tres semanas y dos días atrás en el naufragio de la nao conocida en el lugar por Remadora. El supraescrito pídeme confesión y protección en suelo sagrado. Atendido prontamente en ambas peticiones y confortado con el sagrado sacramento de la penitencia pasa a exponerme lo acaecido durante el tiempo que ha faltado del pueblo, mostrando tal grado de demencia que su discurso no se corresponde con las mesuradas palabras de cristiano cumplidor de las que ha hecho gala frente al confesionario minutos antes. El bautizado asevera que, perdido el conocimiento durante el naufragio, despertóse a salvo en una gruta donde le habló una extraña y bella criatura que dijo ser la sirena de Touriño, a la que hasta ese momento había tenido por invención de marineros orates. Siempre según el poco juicioso relato del feligrés la tal sirena, habiendo visto su trabajado cuerpo concibió por él unos amores tan súbitos que lo retuvo como amante, desfogando su lubricidad en coyundas contra Natura y otras prácticas que la decencia me hace omitir. Antonio Navalón, en su descargo, hace constar que no consintió entregarse a la molicie sicalíptica por vicio, sino que lo concibió como justo pago a la sirena por haberle salvado la vida. Mas ante la tesitura que se le planteaba de envejecer en aquella espelunca sin volver a ver a los suyos suplicó a la formidable criatura que le permitiese regresar a tierra durante unos días para tranquilizar a su familia con la promesa de que regresaría en breve. Accedió la sirena, advirtiéndole que si faltaba a su juramento, lo perseguiría, y que de no encontrarlo acecharía a su descendencia hasta que naciese quien tuviera su mismo nombre y cuerpo. Ante mí se muestra arrepentido de haber tenido tan disparatados carnales ayuntamientos que a buen seguro no serán del agrado de Nuestro Señor, y por el bien de su alma inmortal me suplica que le permita permanecer en el templo para no sucumbir a los cantos de la sirena, los cuales no cesa de escuchar y lo reclaman, o procurarle dispendio para abandonar la parroquia e instalarse lejos, tierra muy adentro.
Estimando que ha perdido el juicio por efecto del accidente en el que perecieron todos sus compañeros, y en previsión de males mayores, hago venir al alguacil y mando llamar al galeno, recomendando a ambos su ingreso en el Asilo de Alienados de Azpeitia, con cargo al fondo de la Cofradía de Pescadores. Tomados los...

No quiso don Miguel seguir traduciendo las pocas líneas que restaban. Arrugó el pergamino y le prendió fuego. A esas alturas de su vida no podía permitirse dejarse tentar por un papel que lo alejaría de modo definitivo de la tan ansiada canonjía doctoral.
Miguel Ángel Carcelén Gandía


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